
Viaje al país que no existe: Abjasia (II)
Entrar, por lo visto, es lo más fácil de visitar Abjasia. Solo hay que mandar una carta formal al Ministerio de Repatriación y Asuntos Exteriores de la República de Abjasia, adjuntando un montón de datos y un formulario solicitando la posibilidad de entrar en este territorio ocupado con fines turísticos. Con suerte, en un par de semanas recibirás la carta de invitación con el visado de entrada. Después, solo hay que llegar a Zugdidi (la ciudad Georgiana más cercana) e invertir un día entero en cruzar cuatro controles fronterizos y ¡listo! Estás en Abjasia.
No esperes una estación de buses, ni siquiera un restaurante o una oficina de cambio. Lo que hay al otro lado de la frontera de Abjasia es un parking con taxis aquí y allá y alguna adorable mujer mayor vendiendo dulces y pan. Sabemos que desde el pueblo de Gali hay una marshrutka (algo como un minibus) hasta Sukhumi, pero no encontramos nada desde el puesto fronterizo: todos tienen a quien les vengan a buscar. Como este viaje lo hacemos todo en autoestop, ¿por qué no seguir en la misma línea en Abjasia? Ignoramos a los insistentes taxistas y subimos al coche de un paisano que asegura ir en la misma dirección, de hecho, en la única posible.
Todo parece ir bien, pero poco después de pasar por el pueblo de Gali nos dice que debe dejarnos aquí porque tiene que desviarse hacia un camino, quién sabe hacia dónde. Le agradecemos el viaje y dejamos nuestras cosas en lo que un día fue una parada de bus, ahora una suerte de corral para cerdos, literalmente. En Abjasia no es tan fácil que te cojan haciendo autoestop como lo fue en Armenia o Georgia, así que nos toca esperar un buen rato.

Sin que nos demos cuenta, una furgoneta con matrícula rusa aparca y un par de niños corren a estirar las piernas. Por sus facciones no parecen georgianos, son más rubios. El que parece el padre de la familia se nos acerca y nos pregunta si estamos haciendo autoestop, a lo que le contestamos que sí, y nos dice que no. “¿Cómo que no?”, le replico. “Que aquí no hagáis autoestop, es demasiado peligroso.” Nos explica que hace una semana unos turistas americanos hicieron lo mismo y el coche les llevó a un descampado, los conductores les quitaron las cámaras, los móviles, todo. ¿A quién pedir socorro en un país que no existe?
Decidimos hacer caso al ruso pero tenemos un problema: no hay buses desde aquí, solo desde el pueblo que ya hemos pasado hace un rato. Con el miedo en el cuerpo, paramos a un coche, el conductor del cual no nos parece un psicópata y le decimos que solo necesitamos un viaje de cinco minutos hasta el pueblo anterior. Tras diez minutos de sufrir llegamos sanos y salvos, pero con la sensación de que nos hemos librado de algo mucho peor sin saberlo. El quiosco de la plaza del pueblo vende los billetes para la marshrutka hasta Sukhumi y yo, que vengo preparado, le doy las gracias en abjasio a la mujer que nos los vende. Negando con la cabeza, “Madloba” me corrige en georgiano, poniéndose la mano en el pecho. Hasta mucho después no entendería por lo que debió haber pasado.
Un caballo sin dueño en mitad de la carretera. Vacas durmiendo en las cunetas. Coches sorteando vacas. Grandes vallas publicitarias con fotos en blanco y negro de los héroes de una guerra ya olvidada. Gasolineras con un surtidor y techos a medio caer. Alguna que otra persona andando por entre la maleza hacia sus casas. Ladas y más Ladas. Estas son las vistas desde el sucio cristal del minibús que nos deja, ahora sí, en el centro de la capital de este lugar que nos recibe, porque afirmar que nos da la bienvenida es decir demasiado.
Con todo, se nos ha hecho tarde, así que decidimos ir directamente al alojamiento que tenemos apalabrado para las siguientes dos noches, por lo menos a dejar las cosas y saber que tenemos donde dormir. Se trata de un anfitrión privado que alquila una de sus habitaciones: no hay hostels en Sukhumi. Viajar sin conexión tiene su mérito, por eso ya hemos descargado el mapa y marcado la dirección, como en los viejos tiempos.

Andando con las mochilas nos topamos con un padre y su hija, curiosos, y él nos pregunta con una sonrisa de dónde venimos. Nos da la bienvenida a Abjasia y nos desea suerte, otra vez. Aprovechamos, eso sí, para pedirle direcciones y nos manda a la parte trasera de un edificio que parece a punto de derrumbarse, con grietas aquí y allá. No da mucha confianza, pero nada en Sukhumi la da. En una observación más al detalle, nos damos cuenta de que las paredes no tienen agujeros o grietas, sino que son balazos del tamaño de un puño. En ese momento no quiero ni pensar en la guerra que se forjó en estas mismas calles hace apenas treinta años, quizás a manos de los tíos y abuelos de esa misma niña.
Unos chicos que juegan a la pelota entre la chatarra y nos dicen que entremos en tal portal -sin haberles dicho qué buscamos- pero justo después entendemos que ya saben que allí se encuentra uno de los pocos alojamientos de la ciudad. Llamamos al timbre y una amable anciana abre la puerta y nos invita a pasar. El interior de aquella casa es de difícil descripción, está sobrecargado y provoca una mezcla de emociones. Los muebles son seguramente los mismos que cuando aquella mujer era una jovenzuela, incluyendo los tapetes, el tocador, las lámparas, todo. Lo que sí es nuevo son las decenas de banderitas verdes y blancas con la mano levantada y siete estrellas repartidas por todo el piso: el símbolo de la nueva Abjasia. Es como si hubiéramos entrado en un museo etnográfico de un país ficticio.
Mientras le damos los pasaportes para que copie, a mano, nuestros datos, la abuelita nos invita a un té y nos presenta a su hijo, una mole con chaqueta de cuero que levanta la barbilla a modo de saludo. Con nosotros hablan en el lenguaje internacional de los gestos pero entre ellos hablan en ruso. Mi pareja, que más o menos sabe descifrarlo, le parece entender que la mujer ha comentado entre risitas que quizás somos espías americanos. Eso, por suerte, lo aprendería yo más tarde, porque no podría haber podido ocultar mi incredulidad.
Ha sido un día muy largo y mañana tenemos todo el día para visitar este lugar. La sensación es extraña, ya que parece todo un decorado de una película de otro tiempo, empezando por la habitación donde nos encontramos. Nos vamos a dormir con el pacto de silencio de no hablar de Abjasia ni de la abuelita ni de las banderitas hasta estar de nuevo en la calle.
Nunca se sabe quién puede estar espiando a los espías.
Nómada incansable, amante de las mochilas de más de 40 litros. Geek de la geopolítica, las relaciones humanas y otros territorios en conflicto. Apasionado cuentacuentos, razón aquí.