Viaje al país que no existe: Abjasia (III)

Viaje al país que no existe: Abjasia (III)

Según mi lista de lugares para visitar, la primera parada del día es el edificio del Parlamento, en la Plaza de la Libertad. Sukhumi es relativamente pequeña, por lo que se puede visitar toda a pie. De hecho, aunque hubiera un transporte público fuera seguro tampoco serviría de mucho, ya que carecen de horarios y los estándares están lejos de lo que estamos acostumbrados.

El que una vez fue la sede del Parlamento es un edificio sobrecogedor, no hay otra palabra. Hablamos de una grandiosa estructura de doce plantas totalmente calcinada y derrumbándose por momentos. En los noventa, mientras en Barcelona disfrutábamos del éxito de las Olimpiadas, más o menos los mismos días aquí corrían los tanques disparando cañonazos a diestro y siniestro sesgando vidas, separando familias y destrozando patrimonio como el que fue este monumento.

Esperamos encontrar algún guarda que nos impida la entrada pero no hay nadie más que un taxista fumando con el codo recostado en su Lada blanco. Nos aventuramos en lo que fue el vestíbulo del Parlamento y no hay más que ruinas: baldosas de los pisos superiores, escalinatas derruidas, piezas de columnas desperdigadas por doquier y los ascensores aplastados contra el suelo. Los frescos de las paredes y techos hace ya tiempo que desaparecieron comidos por la humedad y fueron sustituidos con los años por pintadas, moho y yeso al descubierto. 

Parece una broma de mal gusto: una república fallida con el edificio que representa al gobierno, desmoronándose. Es realmente triste, además, su arquitectura clásica y las palmeras que lo rodean empeoran aún más la sensación de potencial perdido, ahora caído totalmente en el olvido. Nadie se acerca allí. Eso sí, en la azotea ondea una flamante bandera de Abjasia de más de diez metros de lado, siempre limpia. Y no es la única, en la Plaza de la Libertad se levantan las banderas de los únicos países que reconocen la soberanía de Abjasia: Rusia, Nicaragua, Nauru, Síria, Venezuela y Osetia del Sur, otra de las zonas ocupadas por Rusia en Georgia.

Nadie nos quita el mal cuerpo, pero seguimos visitando Sukhumi. Cafés destartalados, aceras que se caen a pedazos, toboganes soviéticos de metal que no sacarían una sonrisa ni al crío más dicharachero, estatuas de héroes de guerra kalashnikov en mano, grises bloques brutalistas y una pequeña noria mecánica que no se ha movido en mucho tiempo, a juzgar por el óxido de su cadena. En todo este tiempo apenas hemos visto a nadie, pero la esperanza no está perdida, oímos el romper de las olas y al fondo vemos el paseo marítimo, el único atisbo de vida que parece haber en la ciudad. 

Allí sí pasean familias, algunos abuelos juegan al backgammon y una playa de piedras negras parece ser el lugar favorito de quien busca escapar del calor. El esqueleto de lo que un día fue un gran muelle hace las veces de trampolín para la chavalada de Sukhumi, que se divierte saltando desde sus columnas, desafiando al tétanos. Si seguimos dicho muelle encontramos una gigantesca terminal marítima, ahora completamente abandonada. No puedo dejar de imaginarme esta maravillosa ciudad en su momento de esplendor y lo que podría haber sido.

Pero, ¿por qué no hay gente? Sukhumi no solo parece una ciudad fantasma: lo es. Y no solo es la capital, el resto de Abkhazia está en gran parte abandonado a merced de cómo Rusia quiera gestionarla y lo que los abjasos puedan buenamente hacer con ella. La razón es que los abjasos, que formaban poco más del 17 % de la población de la región antes de la guerra abjaso-georgiana, echaron al resto, es decir, al 83 % de la población. La demografía no se ha recuperado a pesar de los “esfuerzos” de Rusia de dar la nacionalidad a quien quiera vivir allí. Tan poca gente no puede mantener un país así. Cuesta incluso ver a sus habitantes.

Es hora de ir a buscar el billete de oro que nos dejará salir de Abjasia y encontramos rápido el Ministerio de Repatriación, un palacete de mármol impecable donde hay una o dos oficinas. Otros dos turistas americanos esperan su turno para lo mismo, como queriendo conseguirlo lo antes posible antes de que estalle otra guerra y sea esto sálvese quien pueda. Porque sí, en Abjasia no hay seguros que encuentren un hospital para ti ni consulados en los que refugiarte. Para tu embajada estás en el país que no existe, así que estás por tu cuenta.

El funcionario de turno nos recibe de buen grado y simplemente hace su trabajo: nos pide la documentación, sella el visado de salida y aprovecho para preguntarle qué tal se vive en Abjasia, pues no creo que tenga más oportunidades de hablar con un abjaso orgulloso de serlo. “Bien”, responde con una sonrisa forzada. Nos vamos de allí con la tranquilidad de que, ahora, lo único que tenemos que hacer es conseguir un transporte hasta la frontera, pero lo más difícil ya pasó.

Seguimos paseando por la ciudad y topamos con la estación de ferrocarril, un majestuoso edificio porticado y con una gran torre, en la punta de la cual luce una estrella plateada símbolo del comunismo. Entramos por uno de sus laterales y nos damos cuenta de que aquello es todo: una pequeña sala es todo lo que queda de la terminal internacional. El resto está, claro, abandonado y cerrado a cal y canto. Nos da por preguntar a qué hora hay un tren para volver, así que nos acercamos a la ventanilla y pedimos los horarios hasta Gali o hasta Georgia. La mujer, sin que le haga ni pizca de gracia, nos dice que los únicos trenes que hay son hasta Sochi o hasta Moscú, uno al día, con suerte. 

Salgo para tomar algunas fotos a este monumental edificio porque realmente es de lo más bonito que hemos visto en Sukhumi, aunque esté abandonado, descuidado y la pintura se desprenda por momentos. De hecho, es en ese momento cuando alguien pasa por nuestro lado y mi pareja oye que, en ruso, nos pregunta si nos gustan las ruinas. Sin pararse a esperar una respuesta, puedo casi ver dentro de aquel hombre que seguramente paseó por esa estación en su máximo esplendor y cómo le duele verla así. A esta gente les prometieron el paraíso y no les dieron más que las sobras de lo que quedó tras una guerra sin sentido. El resultado, como dijo él, no es más que despojos de lo que pudo ser.

La sensación después de visitar Abjasia y en especial a Sukhumi es de tristeza y de lástima, lejos del turismo de aventura al que estamos acostumbrados y que siempre esperamos vivir, visitar un lugar como este no deja la sensación que esperas.

¿Merece la pena? ¿De verdad tenemos que visitar estos lugares? ¿Es útil vivirlo y transmitirlo? ¿Qué hay de los que no tienen otra opción que vivir en este decorado soviético decadente?